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VOLUMEN I/ NÚMERO 1/ AÑO 1/ ISSN 977245257580/ PÁGINAS 33-45/ RECIBIDO: 10-12-2019/ APROBADO: 13-03-2020/ www.revpropulsion.cl
Revista ProPulsión. Interdisciplina en Ciencias Sociales y Humanidades
Hay que escribir la historia con toda el alma vibrante; sólo así se infunde nueva
vida en lo inerte y resurgen las instituciones y las creencias desaparecidas y cobra
nuevos bríos el abigarrado conjunto de hombres y cosas evocado sobre las ruinas
ungidas con la predilecta veneración de los pueblos, en el vasto acervo de reliquias
seculares que deposita la humanidad en el planeta, al cumplir su destino constante:
su muerte perpetua y su perpetua resurrección (Caso, 1973, p. 93).
La Historia está históricamente ligada con la Literatura porque ambas emplean el
lenguaje gurado o simbólico para describir lo humano. ¿Pero basta una emulación retórica
o emotivamente descriptiva para revivir una vida educativa que fue? De ninguna manera,
porque el historiador debe usar procedimientos para validar la producción de conocimiento
histórico, sin caer en la historia erudita henchida de documentos: «La misión primera del
historiador es, como la del sabio, un esfuerzo de análisis, un procedimiento de crítica, pero
su misión última es un esfuerzo de reconstrucción, que sólo puede lograrse merced a la
intuición que revive y anima en el espíritu la realidad exánime de los datos, las fuentes y los
monumentos de la historia» (Caso, 1973, p. 63-64).
Tal ha sido una puntual descripción del quehacer historiográco: toda reconstrucción
del pasado parte de una selección y crítica de fuentes que han de ser interpretadas
empleando ciertos recursos estilísticos. Al último momento se le otorga mayor importancia
metodológica porque al historiar «es preciso intuir, proyectar la conciencia propia hacia un
punto ideal en el que todo converge como las caras de la pirámide en la metáfora explicativa»
(Caso, 1985, p. 82). En suma, quien quiera captar el sentido de lo pretérito ha de proceder
«ad narrandum, reconstruyendo, reviviendo el pasado. […] La historia va a investigar, en el
perenne desenvolvimiento de la vida, la vida que fue, el mundo que pereció, las sociedades,
tradiciones y costumbres desaparecidas. Su objeto de conocimiento no existe actualmente;
el tiempo lo incorporó en su tránsito y lo convirtió en el momento actual o lo deshizo para
siempre» (Caso, 1985, p. 28).
Derivado de lo anterior, añadiremos que el historiador de la educación, asistido de lucidez
simpática a lo particular concreto, debe describir la vida educativa que fue, el mundo escolar
e informal que pereció, las sociedades que iniciaron culturalmente a sus miembros entre
tradiciones y costumbres hoy desaparecidas o modicadas. Aquel individuo debe entender
también que el pasado educativo como tal no existe, el tiempo lo incorporó con el paso de
los años y lo jó por escrito en la formación de sus individuos hasta encomiarlo al olvido de
las lecciones perdidas. Por ello, el historiador de la educación se propone revivir los ideales
de formación, las prácticas educativas y las guras educadoras como seres de carne y hueso
que percibieron la cultura desde una máxima moral: «primero es vivir» (Caso, 1972b, p. 7).
Ahora bien, una labor historiográca de inspiración casista tiene una limitación: como buen
lósofo cristiano que fue, Caso reconoció solo un ideal de ser humano a formar, Jesucristo,
como la más elevada expresión ética con la que se podía educar un individuo (Caso, 1985,
p. 9). Este ideal le permitió negar la noción materialista del progreso que provenía de una
losofía de la historia basada ilusamente en «el error intelectualista, realista, antropomórco,
antropolátrico, judaico y burgués» (Caso, 1985, p. 24). Una interpretación literal de lo anterior
resulta problemática para la historia de la educación, porque, aunque podemos preferir
individualmente un ideal de ser humano en lugar de otro, nuestra labor historiográca exige
armonizar ideales, no anularlos. ¿Cómo negarle valor a guras como el judío Janusz Korczak