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Revista ProPulsión. Interdisciplina en Ciencias Sociales y Humanidades
(Krauze, 1990, p. 39-44), un lósofo creador de un pensamiento situado (Magallón, 1998, p. 73-91)
y uno de los mejores expositores de las ideas universales (Ramos, 2010, p. IX-XXVI). Sin negar tales
juicios, nosotros lo percibiremos como un icónico maestro del losofar que entendía a la Filosofía
como una “determinación del clásico ‘justo medio’ entre los extremos” (Caso, 1972b. p. 5). Caso fue
un pensador que gustaba compartir reexiones elaboradas por tesis contrarias que él armonizaba
con el n de resolver problemas concretos de su tiempo. Desde esta mirada, la idea casista de
educación aceleró la debacle del positivismo mexicano (Krauze, 1990; Magallón, 1998; Torres
Aguilar, 2011; Hurtado, 2016), convirtiéndose en el crítico más implacable del proyecto educativo
nacido del positivismo:
Un pueblo que se educa nomás en la ciencia; es un pueblo sin entusiasmo, sin ideal. La ciencia
es puro egoísmo, interés de conocimiento, propósito siempre reiterado de pensar, con el menor
número de nociones, el mayor número de fenómenos diversos. El arte educa al espíritu en la
despreocupación de uno mismo, en la “proyección” del alma al exterior, en la contemplación
desinteresada de la existencia. / La historia, éticamente interpretada, educa el sentimiento
moral, incita al sacricio de lo propio, a la renuncia del bienestar personal. (Caso, 1976, p. 51).
Contrario al positivismo, la Educación debía ser respetuosamente individual, simbólicamente
integral y caritativamente abierta a toda experiencia humana. Como herencia de liberales como
Ignacio Ramírez e Ignacio Altamirano, los símbolos de esta idea casista eran las humanidades y la
tradición clásica, ambas desprestigiadas en el régimen porrista. Al nal, la apuesta no era por una
pedagogía positivista, “presuntuosa ciencia de formar maestros”, sino por una educación como
arte losóco, como forma cultural salvíca de la valiosa existencia de un individuo forzado a
sobrevivir egoístamente en un mundo dominado por la economía (Caso, 1976, pp. 46-54).
Desde temprana edad (Krauze, 1990, p. 100), Caso reejó una genuina vocación por la
Historia que luego cultivó como historiador de la losofía. Por el irracionalismo e intuicionismo
que predicaba, su método se basaba en un interpretar éticamente la Historia. ¿En qué consistía?:
“cada página de la historia nos revela una conducta moral que capta este elemento de signicación
universal” a través de valores como la verdad, la justicia, la belleza o la santidad (Caso, 1985, p. 50).
Llegó a esta concepción cuestionando la única interpretación losóco-histórica de su tiempo,
formulada por Barreda, quien en su Oración cívica (1867) “explicaba cientícamente” para qué
debía México sumarse al concierto de las naciones progresistas. Bajo la consigna “Libertad, Orden
y Progreso” (Barreda, 2010, p. 103) se formaron generaciones de jóvenes que la defendieron sin
más y otros que la rechazaron con cualquier instrumento losóco necesario.
Tras el ocaso del régimen porrista y la irrupción de la Revolución Mexicana, él intuyó que
era tiempo de renovar las ideas educativas. En “Educar, arte de lósofos” (1922), propuso una
idea de educación cuya antípoda histórica la simbolizaba el zar Nicolás I, quien en una visita a la
Universidad de Kiev en 1839, “exigía de sus súbditos, alumnos y maestros universitarios, el culto
a `su moral´ en la escuela” (Caso, 1976, p. 47). Al advertir el peligro del autoritarismo, rechazaba
al régimen ruso y al socialismo como su efecto. ¡Vaya presagio sutil de su posterior polémica
con Lombardo Toledano! Pero, ¿este ejemplo y otros más procedieron de esa forma peculiar de
interpretar la historia? En El problema de México y la ideología nacional (1924), Caso armaba: