Hacerse una imagen: mujeres y educación en la Roma imperial
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VOLUMEN II/ NÚMERO 2/ AÑO 1/ ISSN 977245257580/ PÁGINAS 7-18/ RECIBIDO: 27-06-2020/ APROBADO: 03-08-2020/ www.revpropulsion.cl
pregunta nos remite a nuestra posición de principio: en Roma no hay una población, como
nuestra política contemporánea concibe (Foucault, 2006, p. 27), por lo que no cabe esperar
que el Estado se preocupara de una forma de educación homogénea, tampoco comparable
al compromiso que asumieron las ciudades helenísticas (Marrou, 1998, p. 151-154).
Bajo el imperio, en algunos momentos especícos en la formación de la cultura romana,
ciertos emperadores, como Antonino Pío y Marco Aurelio, beneciaron scalmente la
actividad de los maestros (Marrou, 1998, p. 410). Se debe observar que, en todo momento, la
educación es una forma de introducir a los infantes al propio mundo. En tal sentido, el tipo
de educación se relaciona con el horizonte social al que se pertenece. Así, en buena medida,
incluso respecto a esclavos o ciudadanos pobres, en la Roma imperial la educación queda
supeditada a la iniciativa y actividad privadas (Marrou, 1998, p. 407).
Ahora bien, aunque el semblante de la educación romana no fuera unívoco en general, el
curso de la formación educativa siguió la trayectoria establecida desde la época helenística
que, grosso modo, consistía en tres etapas: la primera, en casa, donde aprendían las primeras
letras y los rudimentos del cálculo; después, acudían los niños y niñas, acompañados de su
pedagogo, al establecimiento del gramático. De acuerdo con la riqueza de la familia, podían
tener al gramático en casa, con lo que se evitaban las peligrosas caminatas al establecimiento
del maestro. La siguiente etapa sería la retórica, para nalizar con el estudio de las leyes y la
losofía. Como se ha dicho, marcamos este trayecto en términos generales. En esta última
etapa, podría no recurrirse a maestros, en sentido profesional, sino al contubernio, es decir, a
los amigos del pater familias, o darse cumplimiento acompañando a los mayores al senado.
A la etapa nal de la educación, no alcanzaban a llegar las chicas, pues se consideraban
aptas para el matrimonio desde los doce años, casándose, en promedio, a los catorce. En
algunas ocasiones, el esposo, quien generalmente era mucho mayor que ella y no sólo había
concluido sus estudios, también podría haber iniciado el cursus honorum, continúa con su
formación (Hemelrijk, 1999, p. 18-28). Este punto es relevante, pues, aunque es claro que el
orden patriarcal de la sociedad romana coloca a las mujeres en la administración de la casa,
esto no implica que ellas mismas se involucraran en actividades domésticas. Para decirlo en
breve, su lugar no era la cocina. Si bien, de acuerdo con la moral augústea deben ser capaces
de hilar, su gobierno sobre la casa se remite a la supervisión de los esclavos (Pomeroy, 1999,
p. 192). Las matronas romanas, es decir, toda mujer casada con hijos o sin ellos, pueden
acudir a espectáculos públicos, tales como las lecturas, participar en los convivia, reclinadas
al lado de sus maridos (Hemelrijk, 1999, p. 49), tocar la lira, algunas bailar e, incluso, discutir de
losofía. Aunque esto último, al parecer, fue particularmente molesto para algunos hombres.
Al respecto, en la sátira VI dedicada a los «vicios femeninos», Juvenal se queja de las mujeres
con excesivo brillo intelectual, «séale permitido al marido cometer un solecismo», reclama (p.
455), y sugiere moderación en el lucimiento de sus cualidades: «la mujer prudente se impone
límites, incluso en lo que es honesto» (p. 444).
Ahora bien, se debe ser cauto de considerar a los escritores de sátiras, como Juvenal y
Marcial, como la voz de una actitud masculina generalizada. La contraparte a su posición
la encontramos en Plinio, quien nos hace saber de su amigo Pompeyo Saturnino, quien lee
públicamente las cartas de su mujer para que su estilo sea admirado, a quien Saturnino
alienta también a ser escritora (Ep. 1, 16). Se puede armar que tener una esposa culta, incluso
hábil en la escritura, como señala Harris (1989), se convirtió en signo de estatus. Lo cual se
conrma en los monumentos fúnebres en los que se les representan ya sea en fraternidad