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Hacerse una imagen: mujeres y educación en la Roma
imperial
Making an image: women and education in the Imperial rome
DRA. NORMA H. HERNÁNDEZ GARCÍA
Universidad Nacional Autónoma de México, Distrito Federal, México (norma.hortensia@gmail.
com)(https://orcid.org/0000-0003-0830-1724)
RESUMEN:
El propósito del texto es destacar la relación entre la losofía, como
modo de vivir en Roma, y la educación de las mujeres. Asumimos
que la importancia de la armación individual en este horizonte
se asocia con su presencia en la sociedad relacionada con un
nombre (casa familiar), y se reconoce por el modo en que su vida
queda grabada en los registros públicos. Por lo que ajustarse a un
régimen moral a través de la reexión, es decir, convertirse en sujeto
ético es una tarea que asume cada individuo, y no precisamente
una obligación. Lo cual resulta relevante para la discusión
contemporánea en la constitución de la subjetividad. Finalmente,
se desea llevar la atención al discurso, a los signos presentes, sobre
la expresión de la subjetividad femenina, dentro de los márgenes
de acción que su horizonte histórico posibilita e, incluso, da lugar a
las manifestaciones de la resistencia.
ABSTRACT:
The purpose of the text is to highlight the relationship between
philosophy, as a way of life in Rome, and the education of women. We
assume that the importance of individual afrmation in this horizon
is associated with their presence in society related to a name (family
home), and is recognized by the way their life is recorded in public
records. So adjusting to a moral regime through reection, that is,
becoming an ethical subject is a task assumed by each individual,
and not exactly an obligation. Which is relevant for the contemporary
discussion of the constitution of subjectivity. Finally, it is desired to
draw attention to the expression of female subjectivity, within the
margins of action that its historical horizon makes possible and
even gives rise to the manifestations of resistance.
VOLUMEN II/ NÚMERO 2/ AÑO 1/ ISSN 977245257580
PÁGINAS 7-18/ RECIBIDO: 27-06-2020/ APROBADO: 03-08-2020
DOI: https://doi.org/10.53645/revpropulsion.v2i1.59
www.revpropulsion.cl
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PALABRAS CLAVE / KEY WORDS
Subjetividades, imagen de sí, género, epístolas, educación, losofía antigua. /
Subjectivities, self-image, genre, epistolary, education, ancient philosophy.
INTRODUCCIÓN
En general, cuando nos hacemos una guración de Roma, lo simplicamos todo a aquello
que vemos: los restos arqueológicos, las esculturas, los textos, etc. Evidencias en las cuales
se omite una multitud de relaciones signicantes, cuyos protagonistas son millones de
personas, a quienes se ha calicado atinadamente de «romanos invisibles» (Knapp, 2011). El
porcentaje de los romanos de los que tenemos noticia es ínmo, respecto de todos aquellos
que vivieron y actuaron en ese mundo. Evidentemente, los romanos más presentes en nuestro
imaginario son aquellos que por sus talentos, la conservación de sus obras, su participación
en el gobierno o sus acciones determinantes en la transformación de su mundo, dejaron
una huella indeleble en el curso de la historia. Aledaños a éstos, encontramos también a una
élite que pone en evidencia la conformación del mundo objetivo, principalmente por su afán
de notoriedad. Ellos, en buena medida, son los artíces de la materialidad en cuyos restos
descansan nuestras observaciones –casi prejuicios– sobre Roma. Nuestro objetivo es llevar la
atención hacia ciertos aspectos del esfuerzo desplegado por esta élite para hacerse romanos
visibles, en el cual, las mujeres juegan un papel signicativo.
Consideramos, pues, que entre aquellos que están en la cúspide de la sociedad romana y
el grueso de la población que hizo subsistir al imperio romano (esclavos, artesanos, soldados,
etc.), actuó una élite cuya posición no está dada de suyo. Es decir, a pesar de que la romana
no es una sociedad democrática, que planteara igualdad de oportunidades a todos los
individuos, el lugar que se alcanzara en la jerarquía social estaba constreñido, entre otros
factores, por la imagen de que podían elaborar estos individuos. En tal elaboración, se
abrió un espacio para la armación de (en este sentido, armación de la libertad) que
alcanzaron algunas mujeres, tal como deseamos exponer, en el ámbito del saber en general
y, especícamente, en la losofía.
Es difícil hablar de una sola constitución de lo femenino cuando se trata de Roma. Las
manifestaciones de la femineidad son múltiples, tanto en las diferentes etapas del gran lapso
de tiempo en el que concentramos a Roma, como en las diferentes escalas sociales. Para no
perdernos en tal pléyade de referencias, nos concentraremos en las romanas educadas de
los siglos I y II. Es decir, en pleno imperio. Se procede considerando tanto que la educación de
las mujeres es un factor decisivo para hacer notorio el propio nombre, como que, a través de
la educación, en particular la losofía, algunas como las Arrias se presentan con la entereza
de los lósofos estoicos.
MARCO CONCEPTUAL
Antes de avanzar con nuestro propósito, debemos señalar pautas precautorias acerca
de los parámetros que adoptamos para la comprensión de la subjetividad. En principio, la
de la concepción del individuo como singularidad independiente de las relaciones que le
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posibilitan, cuestión que han encarado quienes estudian las relaciones de los sujetos consigo
mismos en la antigüedad y han debido abordar las problemáticas que suponen pensar el
“yo” en el mundo antiguo (Aubry, 2008, p. 9-16). La cuestión problemática que deseamos
indicar es que al pensar, al individuo como singularidad independiente, se nos remite a
una consideración esencialista del sujeto. Problema que surge con la modernidad y que
la propia modernidad encara, pero que debemos tener en cuenta cuando consideramos
el pasado, pues suele suceder que se busca a un sujeto idéntico a nosotros, con nuestras
complejidades morales y psicológicas. La posición que se adopta en el presente texto es que
no existe tal esencia. Sostenemos que la subjetividad está ligada a las condiciones espirituales
y materiales en que irrumpe. De modo que, más que ubicar al sujeto en el mundo antiguo
–con los términos a través de los cuales la modernidad lo concibe–, nuestro análisis se enfoca
hacia las subjetividades. Es decir, nos enfocamos en los modos en los que los individuos se
relacionan con los objetos, con los otros individuos y consigo mismos. Esta forma de pensar
la subjetividad, con énfasis en la relación como actividad, conduce a concebirla como forma,
más que como esencia. Forma que adquiere sus contornos en relación con el horizonte
material-histórico en que irrumpe. Con todo, es notorio que utilizar la palabra “individuo”
–casi inevitable cuando se trata de señalar a un ser humano especíco–, por la armación
de que supone, puede llevarnos al equívoco de la soledad del mismo. Una soledad
inexistente en la antigüedad romana, pues las formas de la subjetividad están aanzadas
muy estrechamente con los lazos de pertenencia –y de una marcada interdependencia– a la
familia, el Estado, el contubernio, etcétera.
A pesar de que encontremos la armación de individuos singulares que se sustentan en
mismos, como las personalidades de quienes integran el movimiento cultural conocido
como segunda sofística (Anderson, 1993, p. 3), quienes brillan por mérito propio, hacerse
de una imagen no es cuestión de armación individual, sino de destacar los vínculos de
pertenencia, tanto al nombre familiar como a la ciudad. Son muchos los factores que entran
en juego, en la elaboración de sí mismos, que los romanos buscan (Giardiana, 1991). No sólo
es cuestión de conseguir una gran fortuna, también el modo de gastarla, ascender escaños
en la carrera política, a veces también militar, conseguir una clientela abundante, tener o
inventarse genealogías con ancestros memorables –incluso dioses– (Nicolet, 1991). Ahora
bien, la importancia de la presencia a través de la imagen tiene un sentido literal. No basta
con que corran las noticias de las hazañas, ya que estar por un tiempo en boca de todos
no marca ninguna presencia (Veyne, 2001, p. 109, 123, 159-161). Los romanos interesados
en hacerse visibles dejaban constancia de sus actos en placas conmemorativas, bases de
estatuas (aunque las mismas no fueran representaciones personales), numismática (cuando
se estaba a cargo de la moneda), o bien, monumentos fúnebres, a los cuales calica Pierre
Grimal como un signo dirigido a los vivientes: «La tumba no es solamente para él [el romano]
un lugar de reposo en el que sus cenizas vuelvan a encontrar el ‘sueño de la tierra’, […] es
antes que todo un monumento, un signo dirigido a los vivientes, que perpetúa el recuerdo
de sus acciones» (1999, p. 75).
Al enfrentarnos a estas imágenes, nos encontramos con una problemática importante: en
ellas, se vierte, casi siempre, la proyección de de los personajes, más que una representación
dedigna de la realidad. Paul Zanker lo señala enfáticamente: el artista no vierte su inspiración
en la creación, obedece a los deseos de su cliente (1992). Con lo que resulta que lo que
tenemos son imágenes idealizadas de sí mismo, de acuerdo con la tendencia del momento:
ancianos desdentados y calvos, hermosas guras helenizadas, o bien, la exaltación de ciertas
virtudes. La cuestión destacable es que, seguramente, las esculturas con que contamos no
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expresan cómo fueron los hombres y mujeres a los que representan, tanto como la manera
en que desearon permanecer en la memoria de sus congéneres (Zanker, 1992, p. 23, 53).
Lo que se ha señalado como la armación del nombre tiene también una referencialidad
que es necesario precisar. Pues tanto poseer un nombre, como el esfuerzo por hacerlo
reconocible, tiene una importancia de primer orden, ya que no alude a la individualidad
burocrática de nuestros tiempos, por lo que escapa a las implicaciones epistemológicas de la
modernidad a las que se reeren autores como Jacques Derrida (1994, p. 121-132). El nombre
en Roma no es únicamente un medio para facilitar las relaciones, señala principalmente
la posición social1. El privilegio de quien tiene un nombre señala su ciudadanía, arma los
contornos de su propio mundo (Johnston, 2010, p. 41-55). El nombre remarca tanto el sentido
de pertenencia a un universal, en este caso la ciudad y sus leyes, como congura también a esa
misma universalidad, justamente al armar el deseo de pertenecer a ella. No se observe esta
idea como una recursividad vacía. Siguiendo a Georg Wilhelm Friedrich Hegel, la armación
de la exigencia de las leyes da lugar al espectro de referencias que posibilita que se arme un
singular, un individuo, si se quiere especicar así. La exigencia de la ley es el espectro a través
del cual sus propios actos adquieren sentido (Pinkard, 1988, p. 79-80). Tanto la observación
de las leyes, como el alejamiento de las mismas, marca los bordes signicativos desde los
cuales los romanos señalan su propia identidad. El punto destacable es que esas leyes no
consideran todas las individualidades –como en el mundo moderno–, sino al orden de la
ciudad y una ciudadanía marcada por las élites que le dan soporte al Estado (Hegel, 1966,
p. 283-287 y Marquet, 2009, p. 287). Grimal ha señalado, atinadamente, que este orden fue
el que garantizó su prevalencia durante siglos (1999). Lo interesante es que, a través de la
conquista, los romanos elevaron el orden de las leyes de la ciudad al orden del mundo.
SIGNOS Y DISCURSO DE LA SUBJETIVIDAD FEMENINA
Nuestro acercamiento desde el análisis histórico, con atención en el discurso, considerando
los signos presentes, sobre la expresión de la subjetividad femenina, dentro de los márgenes
de acción que su horizonte histórico posibilita e, incluso, da lugar a las manifestaciones de
la resistencia
La hipótesis de trabajo que seguimos es que los romanos de diversas procedencias
hicieron esfuerzos especícos para elaborar una imagen de sí, que converge en la unidad
familiar a la que se pertenece.
Recordemos también que la familia en Roma no se dene por vínculos sanguíneos; su
estructura, en términos generales, se constituye por una estructura binaria: el Pater familias,
como cabeza: sui iuris, «su propio dueño, independiente»; y los alieno iuri subiecti, «sujetos a
la autoridad del otro, dependientes», que son la esposa, hijos, hijas solteras, hijos adoptivos
1  Los elementos del nombre, en términos generales, son: el nomen, que señala la gens; el cognomen, que indica
la familia; por último, el praenomen, que señala la distinción como individuo. De acuerdo a la época y méritos,
se añadieron nombres suplementarios, fuera por ampliación de la gens o por adopción. Lo mismo, respecto al
cognomen ex virtute, que designa méritos especícos, como Publio Cornelio Escipión Africano quien triunfó sobre
Aníbal, o bien, doble cognomen, que era un apodo asignado por características propias: Cornelio Escipión Nasica
Corculum (docto en las leyes ponticia y civil).
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(casados o no), parientes ligados en lazos masculinos, esclavos y clientes. Siguiendo tal pauta,
la representación pictórica, las esculturas y las cartas que han llegado a nosotros sobre
mujeres romanas tienen un impacto sobre el cual deseamos llamar la atención. Tomando
en cuenta que las esculturas no son la imagen más el de las romanas a las que representan
(Zanker, 1992, p. 199), nuestra atención se ha de reconducir a los signos que transmiten y,
con mayor interés, a las características que las familias desearon hacer permanentes, es
decir, la armación de la unidad familiar en función de los valores que operan dentro de la
universalidad respecto de la cual se denen.
Es claro que cuando nos referimos a la universalidad como proceso, nos alejamos de
una concepción a-temporal de la misma. Para ejemplicar nuestro punto, tomemos
un aspecto importante de las leyes romanas: el matrimonio. Casarse es una prerrogativa
de los romanos en derecho pleno, sancionado por los dioses y reconocido por la ley civil
(Johntson, 2010, p. 62-63 y Grimal, 1999, p. 88). Los procedimientos y efectos que el mismo
tenía fueron conformando los medios por los cuales se pueden considerar los propios
actos. El quebrantarse de uno de los aspectos de ese compromiso que era la institución del
matrimonio –con la autorización de las bodas de los tíos con las sobrinas, o de los aristócratas
con plebeyos– fue síntoma de que la sociedad misma se estaba transformando, lo cual dio
lugar a nuevas formas de relación, nuevas formas de ser sujeto. Lo que llamamos Roma,
como unidad, tuvo transformaciones en abundancia, pero la preeminencia de la ley y la
armación respecto a la ciudad y la familia se mantuvo siempre presente.
Sabemos que la primera mujer que tuvo derecho a una estatua pública fue Cornelia, la
madre de los Gracos (Pomeroy, 1999, p. 172). Entre las loas que se hacen a su memoria, lo que
más destaca quizá no sea tanto la heroicidad de sus hijos como la de su participación en la
educación de los mismos: «Ellos son mis joyas», le dice a una amiga inoportuna. Hagamos
un ejercicio de asociación –a falta de la estatua de la propia Cornelia–, para señalar las
distinciones de la matrona.
Siguiendo con la idea del casamiento como prerrogativa de los aristócratas romanos,
pongamos atención a la formación de la imagen de las mujeres. De acuerdo con el
identicado por Zanke «programa de renovación cultural», implementado por Augusto, la
matrona, que era la mujer casada con o sin hijos, debía portar la Stola, que se distinguía,
de acuerdo con su dignidad, con franjas púrpuras entretejidas, como la toga praetexta de
los senadores. Qué tanto se apegarán las aristócratas romanas a este uso es algo que no
se puede asegurar, pues las costosas telas vaporosas seguramente eran más atractivas que
la stola. Lo cierto es que esta prenda se convirtió en símbolo de “virtud” y, se nos informa,
también de «protección contra importunidades». Así, revestía gran dignidad presentar a las
mujeres en las esculturas portando esta prenda, que colgaba de los hombros con tirantes y
cubría hasta los pies, además de distinguirse con una cinta de lana en el peinado (Zanker,
1992, p. 199).
Retornando a Cornelia como imagen idealizada de la matrona, sobresale su función
como educadora de sus hijos, lo cual implica tanto que los ha atendido –no los entrega a las
ayas para que se ocupen de ellos–, como que les ha transmitido conocimientos. En su caso
especíco, encontramos que en la casa paterna tuvo acceso a ambicionadas bibliotecas,
producto de botines de guerra, con lo que asumimos que conocía bien el griego. Era lectora,
además de escritora de cartas, de las cuales ensalza Cicerón su expresión (Bruto 211). Cabe
preguntarse: ¿era este género de educación común para las romanas? Considerar esta
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pregunta nos remite a nuestra posición de principio: en Roma no hay una población, como
nuestra política contemporánea concibe (Foucault, 2006, p. 27), por lo que no cabe esperar
que el Estado se preocupara de una forma de educación homogénea, tampoco comparable
al compromiso que asumieron las ciudades helenísticas (Marrou, 1998, p. 151-154).
Bajo el imperio, en algunos momentos especícos en la formación de la cultura romana,
ciertos emperadores, como Antonino Pío y Marco Aurelio, beneciaron scalmente la
actividad de los maestros (Marrou, 1998, p. 410). Se debe observar que, en todo momento, la
educación es una forma de introducir a los infantes al propio mundo. En tal sentido, el tipo
de educación se relaciona con el horizonte social al que se pertenece. Así, en buena medida,
incluso respecto a esclavos o ciudadanos pobres, en la Roma imperial la educación queda
supeditada a la iniciativa y actividad privadas (Marrou, 1998, p. 407).
Ahora bien, aunque el semblante de la educación romana no fuera unívoco en general, el
curso de la formación educativa siguió la trayectoria establecida desde la época helenística
que, grosso modo, consistía en tres etapas: la primera, en casa, donde aprendían las primeras
letras y los rudimentos del cálculo; después, acudían los niños y niñas, acompañados de su
pedagogo, al establecimiento del gramático. De acuerdo con la riqueza de la familia, podían
tener al gramático en casa, con lo que se evitaban las peligrosas caminatas al establecimiento
del maestro. La siguiente etapa sería la retórica, para nalizar con el estudio de las leyes y la
losofía. Como se ha dicho, marcamos este trayecto en términos generales. En esta última
etapa, podría no recurrirse a maestros, en sentido profesional, sino al contubernio, es decir, a
los amigos del pater familias, o darse cumplimiento acompañando a los mayores al senado.
A la etapa nal de la educación, no alcanzaban a llegar las chicas, pues se consideraban
aptas para el matrimonio desde los doce años, casándose, en promedio, a los catorce. En
algunas ocasiones, el esposo, quien generalmente era mucho mayor que ella y no sólo había
concluido sus estudios, también podría haber iniciado el cursus honorum, continúa con su
formación (Hemelrijk, 1999, p. 18-28). Este punto es relevante, pues, aunque es claro que el
orden patriarcal de la sociedad romana coloca a las mujeres en la administración de la casa,
esto no implica que ellas mismas se involucraran en actividades domésticas. Para decirlo en
breve, su lugar no era la cocina. Si bien, de acuerdo con la moral augústea deben ser capaces
de hilar, su gobierno sobre la casa se remite a la supervisión de los esclavos (Pomeroy, 1999,
p. 192). Las matronas romanas, es decir, toda mujer casada con hijos o sin ellos, pueden
acudir a espectáculos públicos, tales como las lecturas, participar en los convivia, reclinadas
al lado de sus maridos (Hemelrijk, 1999, p. 49), tocar la lira, algunas bailar e, incluso, discutir de
losofía. Aunque esto último, al parecer, fue particularmente molesto para algunos hombres.
Al respecto, en la sátira VI dedicada a los «vicios femeninos», Juvenal se queja de las mujeres
con excesivo brillo intelectual, «séale permitido al marido cometer un solecismo», reclama (p.
455), y sugiere moderación en el lucimiento de sus cualidades: «la mujer prudente se impone
límites, incluso en lo que es honesto» (p. 444).
Ahora bien, se debe ser cauto de considerar a los escritores de sátiras, como Juvenal y
Marcial, como la voz de una actitud masculina generalizada. La contraparte a su posición
la encontramos en Plinio, quien nos hace saber de su amigo Pompeyo Saturnino, quien lee
públicamente las cartas de su mujer para que su estilo sea admirado, a quien Saturnino
alienta también a ser escritora (Ep. 1, 16). Se puede armar que tener una esposa culta, incluso
hábil en la escritura, como señala Harris (1989), se convirtió en signo de estatus. Lo cual se
conrma en los monumentos fúnebres en los que se les representan ya sea en fraternidad
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con las musas, doctae sorores (Hemelrijk, 1999, p. 32), o con los instrumentos de escritura,
como en la famosa tabla pompeyana: “Retrato de una muchacha”, de Pompeya (Seider, 1969,
p. 40). De igual manera, se conrma por las alusiones a sus cualidades como escritoras en los
epitaos.
DISCUSIÓN
De acuerdo con este panorama, cabe preguntarse ¿qué escribe una mujer? Para responder
a esta pregunta, eludiendo el riesgo de caer en omisiones por ausencia de evidencia (es muy
probable que Clodia, la Lesbia de Cátulo escribiera poesía), nos remitimos tanto al análisis de
Mercé Puig (1997), quien localiza a las escritoras en Plinio, así a como Cicerón, quien destaca
a Cornelia, y Frontón a Domicia Lucila, con lo que tenemos que las mujeres mayormente
escriben cartas, a diferencia de las poetas griegas. Aunque, de acuerdo con Gibson y Morrison,
existe una cierta cercanía entre la carta y las formas poéticas (2007, p. 9).
La importancia de las epístolas es mayúscula entre los romanos cultivados. En cuyo caso
no se trata solamente de comunicaciones incidentales, sino de un escaparate de sí mismos,
a través del cual se muestra y conserva una de las cualidades que es más apreciada entre
ellos: su palabra (Gibson y Morrison, 2007, p. 1-16). Los Epistolarios agrupan las cartas que
conocemos, en aras de su conservación y eventualmente su circulación (Ebbeler, 2007,
p. 301). En función de que, en general, la correspondencia suponía cierta lejanía entre los
interlocutores, su material fue muy variado: láminas de plomo, piel, madera y, eventualmente,
papiro. Una vez reunidas, las epístolas eran copiadas en un soporte que las conservara y,
más tarde, les permitiera circular (Trapp, 2003, p. 2). Este conjunto de epístolas tuvo valor
de género literario. En tanto que género, es de observarse su necesaria circulación. Es decir,
a pesar de que encontramos una voz íntima que se reere a un destinatario particular, el
cuidado de las palabras y el estilo es muy importante, porque las cartas son susceptibles de
ser leídas por un público mayor. Además, la idea de reserva que el mundo contemporáneo
tiene, no coincide con las formas de la subjetividad de la antigüedad: se es, sólo porque uno
mismo se muestra ante todos.
Desde nuestra concepción, la carta que no es un ocio burocrático, tiene un dejo de
intimidad, de vertirse uno mismo en las palabras que se enviarán a un interlocutor ausente,
pero cuya presencia está en nuestra mente. Por esa cualidad inherente a las cartas, Gibson y
Morrison las consideran como un diálogo partido por la mitad. Sin embargo, en la antigüedad
tal intimidad se proyecta hacia un público más amplio que el mero destinatario. Por eso,
más como género y no estrictamente como mensaje –caso de las que Ático rechazó que
fueran publicadas–, las cartas conguran un espacio ontológico en el que quien escribe
crea su retrato; puliendo su palabra, dene los contornos de sí mismo que quiere transmitir,
moldea las relaciones que desea sostener, intenta persuadir, formula un “nosotros”, además
de que se dan instrucciones de asuntos domésticos. Bajo esta cualidad, se encuentran las
que menciona Plinio el joven, respecto de su suegra, Pompeya Celerina, con quien mantuvo
una relación constante; a pesar de la muerte de la hija y sus subsecuentes nupcias. Plinio
apreció sus cartas por el estilo de su escritura (que podemos intuir poética, pues no se han
conservado).
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Tenemos, pues, que como indican Gibson y Morrison, la carta antigua es una categoría
ontológica (2007, p. 1), en la que se vierte el mismo de quien escribe. Por ejemplo, en ella se
maniesta vivamente el tipo de respuesta que es necesario tener ante la pena. Se reconviene
a los amigos frente a los errores. Con mayor importancia, se aanza el “nosotros” que formula
el círculo de pertenencia y el nivel de autoridad que cada uno tiene, justo por la imagen
que formula de sí mismo. Esta imagen se logra no sólo describiéndose, sino destacando los
valores que le parecen apropiados, señalando a los otros las pautas que uno mismo aprecia
y eligiendo como remitentes a aquellos a los que se considera iguales en dignidad, o bien
a quien se quiere modelar para considerar un par. Por lo que la importancia no sólo del
vínculo que alguien como Plinio desea subrayar con algunas mujeres (Shelton, 2013, p. 9),
sino también el hecho de que ellas mismas sean autoras, nos da una idea de la valía que las
mujeres podían alcanzar por sí mismas, con todo y el vínculo que las liga a su tradición.
Recapitulando, entre las actividades loables de una matrona, está tanto ser ella misma
educada como estar pendiente de la educación de sus hijos. Su educación, en tanto mujer
casada, se apoya principalmente en su marido, con quien en general se termina la labor del
gramático y se pasa a la losofía (Hemelrijk, 1999, p. 30-31). Qué tanto se avanza en ésta es
complicado de señalar, a falta de evidencia. No obstante, siguiendo las pautas del modo de
concebir la vida losóca en Roma, podemos tener una idea del avance que algunas de estas
mujeres alcanzaron.
Para tener un panorama general, atendamos a las palabras registradas en el Pseudo-
Plutarco: a través de la losofía es posible conocer «lo que es honorable y lo vergonzoso,
lo que es justo e injusto, lo que, en breve, debe ser elegido o rechazado, cómo un hombre
debe comportarse en sus relaciones con los dioses, con sus padres, con sus mayores, con
las leyes, con los extranjeros, con sus autoridades, con amigos, con su mujer, sus hijos, sus
sirvientes[…]». Tenemos, pues, que la losofía en Roma instruye sobre el modo en que se ha
de vivir. Es verdad que este punto no es de una importancia menor, y que, al margen de los
trabajos de Michel Foucault (2001) y Pierre Hadot (2000) al respecto, se pueden seguir los
puntos fundamentales de una philosophia togata. Sin embargo, por la amplitud del tema,
nos basta para esta exposición armar la manera en que las mujeres integran a sus vidas las
pautas de la losofía. En tal sentido, Séneca en su Consolación a Helvia resulta ilustrativo.
Ahí, señala a su madre que el estudio de la losofía le puede ayudar a librarse de la tristeza,
a enfocarse a cumplir con su deber de matrona, educando a su nieta y ayudando a evitar los
vicios femeninos: un luto exagerado, la desvergüenza motivada por las riquezas, vergüenza
de su fecundidad (disimulando el vientre hinchado y abortando), abuso en el maquillaje,
impudicia en la vestimenta. Es verdad, tal como se ha señalado apropósito de la posición de
Musonio Rufo respecto al estoicismo en las mujeres, que a la sensibilidad contemporánea
tales pautas resultan chocantes, porque a primera vista parecen fortalecer una estructura
patriarcal rígida (Engel, 2003). Sin embargo, ese juicio, consideramos, impregna al mundo
antiguo de nuestras propias valoraciones. Trataremos de señalar la manera en que en
Arria la mayor el estoicismo, por el contrario, la fortalece y le aanza una rebeldía que le
ayuda a enfrentar el régimen. Además de que, como hemos tratado de subrayar, el estado
espiritual de la época establece unos linderos muy diferentes a los nuestros. Sin embargo,
las circunstancias a través de las cuales Arria la mayor arma su fortaleza estoica son
excepcionales. Por ello, consideramos pertinente, antes de abordar sus actos, exponer el
retrato de una romana culta que no tuvo que enfrentar tales adversidades.
Con Domicia Lucila, madre del emperador Marco Aurelio, tenemos una imagen muy
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cercana a la idealizada Cornelia. Su familia estuvo particularmente ligada al poder, que se
ha identicado como el “clan hispano”: «un grupo amplio y poderoso de senadores y equites
hispanos de Roma, elevados desde la época de Augusto, pero especialmente bajo Vespasiano,
y miembros del concilum amicorum de su hijo Tito en alianza con galos narbonenses y con
fuertes complicidades con los pretorianos» (Canto, 2003, p. 321). Fue hija de Calvisio Tulio
(dos veces cónsul) y nieta de Catilio Severo (dos veces cónsul, prefecto y gobernador de Siria,
muy cercano al emperador Adriano). Reparemos brevemente en el ambiente familiar de
Domicia, con quien vivió Marco Aurelio en el monte Celio hasta el momento en que fue
adoptado. Su bisabuelo tuvo la expectativa de ser el sucesor de Adriano. De él reconoce
Marco el no menoscabar recursos invertidos en su educación, y como evidencia del cuidado
de ésta, tenemos que en su casa creció Herodes Ático, una de las glorias de la segunda
sofística. Domicia, pues, se crió en un ambiente en que la cultura helenística era de primera
importancia (Grimal, 1997, p. 35-38). En el Celio se hablaba griego. Es particularmente
signicativo que Frontón suplica a Marco que revise una carta que ha enviado a su madre, en
griego, y teme haber escrito mal (Ep., 115 y 119).
Sólo tangencialmente podemos saber de su educación. Como se ha señalado, las niñas
se beneciaron de la formación que compartían con los varones. Así, tenemos la clave para
comprender la preocupación de Frontón2 cuando le envía cartas en griego, pues su manejo
del mismo, nos informa, es muy superior al del rétor. También podemos intuir el cuidado en
la educación de su hijo, tanto por las charlas que, según el epistolario frontoniano, mantenían,
y porque se nos dice que en el Celio –ubicación de su casa, incluso durante su viudez– se
hablaba griego. Cuando a los 11 años, Marco Aurelio tomó el atuendo cínico, a regañadientes
aceptó que su madre cubriera de pieles su lecho. La Historia Augusta nos muestra una mujer
piadosa al adornar una imagen de Apolo en su jardín. Sabemos que manejó un gran caudal,
principalmente por herencias. La misma Historia Augusta nos indica que llamó a sus hijos
para hacer las particiones del patrimonio de su padre –del que Marco Aurelio renunció a su
parte–, por lo que podemos intuir que, lo mismo que Cornelia, prescindió de tutor3 .
El Epistolario frontoniano, por su cuenta, destaca la cercanía que el rétor mantuvo con
la corte de Marco Aurelio (Freisenbruch, 2007, p. 235-255). Repara en asuntos domésticos,
particularmente en el estado de salud de cada uno, tanto por cortesía como para destacar
el grado de intimidad que tiene con la familia del emperador. El intercambio entre Marco
y Frontón parece burdo, si se le compara con otros epistolarios célebres, pero se pueden
percibir en él las recriminaciones, los exabruptos amorosos, las palabras de consuelo de una
amistad que no se busca por el favor o la obligación. Son palabras sinceras. Así, en el elogio
que hace de la madre del emperador, podemos retener las virtudes que de ella exalta:
Lo propio hubiera sido que las mujeres de todas las partes se hubieran reunido y
celebrado tu cumpleaños; primero, las mujeres sencillas, que aman a sus maridos
y a sus hijos; después, las auténticas y sinceras; en tercer lugar, que lo celebrasen
las discretas, afables, corteses y modestas. Muchas otras clases de mujeres habría
2  Marco Cornelio Frontón fue gloria de la retórica romana, comparado con Cicerón. Mantuvo una estrecha
correspondencia con Marco Aurelio, quien fuera su alumno. Su esposa e hija mantenían una proximidad afectiva
importante con Domicia Lucila.
3  Las mujeres viudas estaban obligadas a tener un tutor para manejar su caudal. En general, ellas mismas podrían
designar a sus tutores, frecuentemente parientes cercanos. Sin embargo, se encuentran algunas excepciones, por
ejemplo, la reforma de Augusto, quien otorgó una personalidad jurídica independiente a las madres de tres hijos.
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que participasen de la alabanza de tu virtud, pues tú posees y conoces las virtudes
y saberes que convienen a la mujer, lo mismo que Atenea posee y conoce todas las
artes, mientras que cada una de las mujeres conoce sólo una fracción de la virtud
y por ello es alabada, de la misma forma que la alabanza de las Musas se hace en
relación con el arte particular de cada una (Ep., 48).
Evidentemente, en ocasión del cumpleaños de Domicia, la grandilocuencia de Frontón
nos dice mucho más de la visión idealizada de la mujer romana. Sin embargo, el aspecto de
la educación reluce en diversos pasajes de la misma correspondencia. En contraste, Marco
Aurelio, en las Meditaciones, le dedica breves palabras en su agradecimiento, pero parecen
corroborar la visión de conjunto que Frontón exalta. De las breves referencias directas a su
persona, hemos de considerar como la fuente principal las palabras que le dedica su hijo
Marco. La excepcionalidad de esta obra descansa en que se trata de un texto privado, si
cabe la expresión. No fue concebido para su circulación, pues su escritura era un ejercicio
espiritual reservado para sí mismo (Hadot, 1997). En tal sentido, aunque revista todo el sesgo
subjetivo que la formación de sí de su autor le puede dar, podemos conar en la sinceridad
de las palabras ahí vertidas. No sólo en función de la estructura misma del libro, y de que
Marco Aurelio no deseó llegar a los demás –como hizo Séneca–, sino también por el
carácter reservado del autor, quien incluso escondía sus ejercicios retóricos. En tal sentido,
los agradecimientos representan más una disposición interior que una dedicatoria abierta a
la cual alguien pudiera acceder.
Con estas notas, podemos apreciar plenamente las palabras breves que Marco dedica
a su madre en sus Meditaciones: «De mi madre: El respeto a los dioses, la generosidad y la
abstención no solo de obrar mal, sino incluso de incurrir en semejante pensamiento; más
todavía, la frugalidad en el régimen de vida y el alejamiento del modo de vivir propio de los
ricos.»
Lleva pues, Domicia Lucila, un régimen de vida que ha impregnado al emperador lósofo,
y del que se puede valorar como cultivo de sí. Ahora bien, es claro que la losofía en Roma
descansa en la asociación de la conducta moral atribuida a los ancestros y el conocimiento
de los dogmas, dada la asimilación del mundo helenístico. Que las mujeres se formaran en
los dogmas es algo que no cabe dudar, aunque no tengamos plena evidencia de ello. Séneca
menciona tangencialmente el interés de su madre en tales estudios (con la oposición de su
padre). Y tanto Cicerón como Marcial remarcan las habilidades de Porcia, la hija de Catón y
esposa de Bruto, para el debate losóco.
Siguiendo este esquema, se puede admitir que Domicia se guiara a través del conocimiento
de la losofía. No obstante, no podríamos armar con toda asertividad con qué clase de
dogmas, e incluso a través de qué ejercicios se ha conformado a misma. No así con las
Arrias, quienes declaradamente se consideran como estoicas. Tengamos presente que el
estoicismo es principalmente una losofía de la coherencia consigo mismo, y, en ese sentido,
su lógica, física y ética apuntan a resolver los dilemas que se enfrentan en la cotidianeidad. El
punto aquí es que esos dilemas se presentaron respecto a las posiciones políticas. Así pues,
no son menos célebres sus acciones respecto de las que enfrentaron sus maridos.
Arria la mayor, casada con Cécina Peto, opositor de Claudio, siguió a su marido en el
exilio, y se hizo célebre porque cuando su marido fue condenado a muerte, ella le mostró el
camino del suicido honroso. A través de las palabras de Plinio el joven, podemos identicar
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tres momentos cruciales en que mostró su entereza estoica. Primero, cuando su esposo e
hijo sucumbieron a la enfermedad; habiendo muerto el hijo, seguía atendiendo al esposo
contendiendo las lágrimas para que no se enterase del deceso del hijo y mintiendo respecto
a su mejoría; ordenó el funeral, y se admira Plinio diciendo: «¡Cuántas más fuerzas y valor se
necesitaban cuando, privada de tan poderoso auxilio, contiene el llanto, ahoga el dolor y se
muestra todavía madre cuando ya no tiene hijo!». Luego, cuando Cécina Peto fue exiliado,
suplicó que le llevaran con él como una esclava más: «no podéis –les dice– negar a un varón
consular algunas esclavas que le sirvan la mesa, que le vistan y le calcen. Yo sola le prestaré
esos servicios». Al no conseguirlo –pues se trataba de una matrona de rango senatorial–, le
siguió en una frágil embarcación. Finalmente, el dramático momento de la muerte: «¿Qué
puede haber más bello que coger un puñal, clavárselo en el pecho, arrancarlo ensangrentado
y con la misma mano presentarlo a su marido, con estas palabras inmortales y casi divinas:
‘Peto, no duele’» (Ep. 3.16).
La entereza estoica de estas mujeres se pone de maniesto, en la medida en que el
conocimiento es una preparación para la prueba. Fannia lo demostró, no sólo en el exilio
al que fue lanzada por haber pedido que se escribiera un libro de la vida de Helvidio, exilio
al que fue sometida también su madre, Arria la menor, sino también, según nos transmite
Plinio, en la manera en la cual enfrentó la enfermedad:
Cumpliendo estos deberes (de cuidar a una vestal), ha caído enferma Fania, que
tiene una ebre continua, tos que aumenta por momentos, se encuentra muy
demacrada y con inexplicable abatimiento. Lo único bueno que conserva es el
ánimo y el valor, que siempre fueron en ella dignos de su esposo Helvidio y de su
padre Traseas. Todo lo demás la abandona, aterrándome y poniéndome en mortal
angustia. Me desconsuela ver desaparecer de Roma tan ilustre familia, que tal vez
nunca será reemplazada (Ep. 7.19).
Tenemos, así, que el proceso por el cual estas mujeres se individualizaron, es decir,
tuvieron actos destacables que las hicieron distinguibles, conrma una alta idea de libertad:
la de darle una forma a su propia vida, guiada a través de una intensa relación con la norma
–norma expresada tanto en el saber losóco como en las leyes de la ciudad– y consigo
mismas.
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Hacerse una imagen: mujeres y educación en la Roma imperial
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